La isla de cemento by J.G. Ballard

La isla de cemento by J.G. Ballard

autor:J.G. Ballard
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción
publicado: 1975-08-12T00:00:00+00:00


12. El acróbata

Por la mañana, Jane Sheppard se había ido. Cuando Maitland despertó, la habitación del sótano estaba en silencio. Un rayo de sol que se colaba por la estrecha escalera iluminaba la cama desvencijada. La cara de Guevara y la de Charles Manson colgaban de las paredes, presidiendo la escena como custodios de una pesadilla.

Maitland estiró la mano y tanteó la huella del cuerpo de la joven. Sin moverse de la cama, observó la habitación, deteniéndose en la maleta abierta. Los vestidos llamativos, los cosméticos sobre la mesa de juego. Jane había vuelto a acomodarlo todo antes de irse.

La fiebre le había bajado. Maitland recogió la taza de plástico del cajón, se incorporó apoyándose en un codo, y bebió el agua tibia. Luego apartó las mantas para examinarse la pierna. Por algún caprichoso proceso terapéutico, la articulación de la cadera parecía bloqueada, pero la hinchazón y el dolor habían disminuido. Por primera vez pudo tocarse el cuerpo magullado.

Sentado silenciosamente en el borde del lecho, se quedó mirando el póster de Astaire y Rogers, intentando recordar si había visto alguna vez la película, retrocediendo mentalmente a la adolescencia. Durante varios años sucesivos se había devorado casi todos los productos de Hollywood, sentado a solas en las salas vacías de enormes cines suburbanos. Se masajeó el cuerpo dolorido y descubrió que se parecía cada vez más al del joven que fuera antes, la combinación de hambre y fiebre le había hecho perder por lo menos cinco kilos. La robusta musculatura del pecho y las piernas había quedado reducida a la mitad.

Maitland apoyó en el suelo la pierna lastimada y escuchó los ruidos del tránsito en la autopista. La certidumbre de que no tardaría en escapar lo reanimó. Hacía casi cuatro días que vivía aislado en ese triángulo de terreno baldío. Sabía que había comenzado a olvidarse de su mujer y de su hijo, de Helen Fairfax y de los socios. Todos habían retrocedido hacia esa tenue luz que le iluminaba el fondo de la mente, reemplazados por la urgencia de tener abrigo, comida, por la preocupación de la pierna lastimada, y sobre todo por la necesidad de dominar ese terreno que se extendía alrededor. El horizonte real se le había reducido a una distancia poco mayor de tres metros. Saldría de la isla en menos de una hora —aun de mala gana, la muchacha y Proctor lo ayudarían a subir por el terraplén—, pero la perspectiva lo obsesionaba como si estuviese persiguiéndola desde hacía mucho tiempo.

—Condenada pierna…

Dentro del cajón había un hornillo portátil y una olla sin lavar. Maitland rascó la costra de arroz seco y se metió ávidamente los granos endurecidos en la boca magullada. Una espesa barba le cubría el rostro; se miró la enlodada camisa de vestir, los pantalones ennegrecidos y desgarrados desde la rodilla derecha hasta la pretina. Y sin embargo, esa colección de harapos parecía cada vez menos una vestimenta excéntrica.

Apoyándose en la pared, Maitland recorrió la habitación. El póster de Guevara se le rompió en las manos y se meció colgado de una punta.



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